jueves, 6 de julio de 2017

Documento inédito de una nariz quevediana en su viaje a Las Afortunadas

                                                                         

        Sucedióme, no ha demasiado tiempo, que estando en las afueras de las murallas del Real de las Palmas que circunvalan la villa,  e   paseando cerca  de la portada,  encontréme  una nariz arrebujada entre el heno de una carreta do sobresalía solo su punta,  hasta tal punto amoratada que parecía más una fermosa remolacha,  que napia humana. Movido por mi natural impulso de indagar que más de una vez metióme en inquisiciones, acerquéme   a comprobar si tratábase de una rojiza lombarda que algún labriego del lugar pretendía vender en el mercado, o solo de  unas narices  a punto de asfixia por culpa de la gramínea planta que  impedíale oxigenarse. 

 

     Escarbé en la paja buscando al dueño del apéndice,  para mi asombro,  solo vide  la napia,  e además, parlanchina. Por obra de algún hechizo,  las ñatas,   liberta  de cara, pescuezo  e cuerpo que la sostuviera, vocalizó en perfecto castellano ausente del   dulce timbre canario, un  peninsular ¡pardiez!, a lo que  contesté desenfundado raudo mi espada, pues seguro era obra funesta  del maligno  o alguna burla de algún zagal, que haberlos haylos, (zagales bromistas y encantamientos), pues… aunque ¡cosas veredes…!,  ¿cómo ha de ser posible  fablar sin boca, labios, dientes, paladar e  lengua?  

 

     La nariz estornudó como estornudan las narices. Mi condición de christiano bien nacido empujóme  a responder  con un ¡Dios os guarde!, a  loquella  contestó con cortesía de  gracias.  Establecióse dinmediato   corriente de simpatía  entre della  e yo, hasta el  punto que sentado a la sombra de la nariz,  contóme su triste historia de elefante boca arriba, reloj de sol, pez espada, pirámide invertida. 

 

     Resultó que habíase escapado de la cara de un celebrado sonetista en la Villa de Madrid, e saltando de faz en rostro llegó hasta Cádiz;  dallí  embarcó hasta estas las Afortunadas donde buscaba dueño donde aposentarse, aunque en su arriesgada aventura casi perece entre el heno de donde la rescaté.

 

     Luego que fuimos salido del camino y del lugar dencuentro, ya más asosegado   preguntéle  la causa de su huida.  Contó que ser frontispicio de un poeta era un mal vivir,  que aunque al principio el tal Francisco  se apañaba con “una olla de algo más de vaca que de carnero, salpicón las más noches, lentejas los viernes e algún palomino de añadidura los domingos…”,  desde que sus fieras sátiras molestara a cierta gente por burlas que facía de chicos e grandes,  ni a las viudas respetaba, menos aún a curas e barberos, por lo que apenas   hacían  la merced de  invitallo a su mesa, e si lo facían,  lo ponían tan al fondo que era entrepuertas e  comparsa de bulto, con lo que las viandas ni olerlas, lo mejor se quedaba para los delantes. 

 

     Interesada la nariz en que tal me las aviaba, en  como era la cocina de mi casa, que si estaba surtida,  si tenía dueña…  pues todos saben quellas, las doñas, son las que mandan de puertas para adentro. Parecióme  mucho su  interés  en las cosas domésticas  que no quedóme otra que confesar mi condición de no estar ni amancebado, ni conyugado, e que folgar, no  folgaba, salvo con alguna ramera de baja estofa  las pocas ocasiones que disponía de ocho cuartos,  y a veces ni de un cuartillo, a trueque de recibir  alguna purgación que otra, o sarna e  piojos de los catres poco dados a lavativas. Al menos  habíame  salvado del mal de bubas, pero cierto es que poco entraba  a las mancebías.

 

    —Yo, de meretrices, ni olerlas, ¡por estas! —contestó la napia, aunque al no tener ni dedos  que llevarse a los labios,  ni labios para besarlos, el juramento quedóse cojo de gesto.

 

     —Ha de saber vuecencia —razonéle —, que  los que entre papeles metemos la nariz,  somos magros de carne, solo hay que vislumbrar  lo enjuto e seco de mi semblanza,    además, de conduta algo dispersa, que no sé si estoy fablando con  una nariz de carne, huesecillos e cartílagos,  o es cosa de  fabulaciones  algo enfermizas.  Ya veis el escaso   pecunio y poco yantar del que dispongo, e  a  no ser por  nuestros mayores, de mejor dinidá e avíos,  que de cuando en vez  se  apiadan de mi  condición rescatándome  de las penurias e miserias que padezco, ya sería defunto.

 

     Despedíme apenado della,  limpiéle una brizna de heno que aún restaba en una de sus fosas e mostrelle el camino del convento dominico, a solo una legua de camino, donde al menos las despensas, con fortuna,  estarán abastecidas, e si no del todo, los espirituosos e fecundos  alambiques amenguarían  sus penas.