domingo, 26 de noviembre de 2017

Loulita






                           LOULITA




     Suele ocurrir, sobre todo en noviembre, que los cachalotes, zifios, calderones y delfines se acercan a nuestras islas huyendo de las corrientes frías del norte. Tuvimos la fortuna de verlos en su ruta migratoria desde el balcón asomado al Atlántico del lugar donde nos alojábamos. Después bajamos al puerto a ver la llegada de las barcas. El agua bullía a pocas millas de la costa.
     — Solo es un banco de sardinas acorraladas por los delfines —apuntó mi marido y añadió, como si fuera un experto, que hoy estarían muy baratas.
     Era tanta la abundancia de peces que las barcas estaban pletóricas. 
     Al mediodía almorzamos en "Casa Lola". Su dueña, ¡cómo no!, nos obsequió con unas sardinas asadas, la acompañamos con un vino joven del lugar de sabor afrutado servido en pequeñas jarras de cristal heladas de la que enseguida dimos buena cuenta. Luego nos atendió su hija a la que bauticé Loulita porque una pareja de extranjeros, los únicos clientes del local además de nosotros, se despidieron de ella, con un “grasias Loulita, todo mucha rico”. 
     Loulita era una mujer joven, vestía de riguroso negro incluido el delantal de grandes bolsillos de dónde sacó un cuaderno de notas y lápiz que mojaba con la punta de su lengua antes de apuntar la comanda.
     — ¿Qué desean comer lo señores? —y se lanzó a recitar con voz monótona cien mil platillos diferentes; todos empezaban con un tenemos… 
     — ¿Qué es lo que huele tan bien? 
     — ¡Ah!, es una garbanzada para la familia, si quieren les pongo una tapa para que la prueben. 
     Dos rancheras mexicanas se repetían de manera alterna, una era la de “Adelita”, y la otra cantaba y contaba sobre una pena de amor y una ausencia, su estribillo entonaba un sentido “no tengo paz, ni puedo hacer la guerra”; el vocalista arrastraba hasta el infinito la e de la gueeeerra, daba ganas de llorar y pedir más vino, tan fresquito que entraba sin querer queriendo. 
     La madre y la hija se sentaron a dar cuenta de los garbanzos familiares en una mesa cercana a la entrada de la cocina. Sobre sus cabezas pendía un helecho gigante, parecía una espada frondosa de Damocles que en cualquier momento aplastaría a las dos Lolas. La madre, al terminar de comer, subió las escaleras esquivando las calabazas secas que adornaban los escalones,  un peldaño sí, un peldaño no; colgada de un clavo una ristra seca de pimientos, y de otro clavo, un collar de ajos. El verde de la pared y el naranja de las calabazas alegraban el comedor dándole un aire festivo y un tanto caduco, hasta el san Pancracio de una estantería con su vaso de perejil como ofrenda, parecía estar felizmente dispuesto a premiar los billetes de lotería que le encomendaban. 
     Loulita tomaba café echando un vistazo de vez en cuando a nuestra mesa por si necesitábamos algo. Sacó un sobre de su bolsillo gigante y leyó su contenido muy seria inclinada sobre el papel. 
     — Seguro que es una carta de su marido muerto en la guerra —comenté. 
     — ¿Pero qué guerra ni qué niños muertos, si aquí no hay guerras? No inventes, anda..., y además, ¿cómo va a recibir cartas del finado?, los muertos no escriben... le voy a decir que quite las puñeteras rancheras, me duele la cabeza. 
     — No, déjalo, igual se ofende, y la pobre está triste ¿no lo ves? 
     — No se puede estar triste con esas piernas que Dios le ha dado. 
     Del luto de la falda asomaba la insolencia de un muslo joven y por un momento sentí celos de Loulita. Enseguida irrumpieron en el comedor dos niñas con uniforme escolar de mano de su padre. 
     — Mira, ahí tienes al fallecido —señaló mi marido con sorna. 
     El difunto besó a la viuda quien apartó la cara esgrimiendo en el aire lo que por lo visto era una cuenta impagada. 
     Mi marido pidió más vino y un postre casero endulzado con "guarapo", el jugo de la palmera canaria. Dejó una buena propina sobre el platillo de la mesa y alabó la comida. 
     —Todo muy rico, sin embargo, tengo dos observaciones que hacer: no me gustan las rancheras, y usted, Loulita, no tiene piernas de viuda. 
     De la boca de una de las niñas escapó la risa porque lo recitó con el tono solemne que presta el vino a la voz, de manera algo teatral, de pie, una mano en el pecho y la otra extendida. Yo sabía que lo hacía para hacerme sonreír porque esa mañana los delfines y calderones habían bailado delante de nuestros ojos, y sobre todo porque, por un día al menos, olvidamos nuestras diferencias, lo realista y serio que es él, la soñadora que habita en mí. 




lunes, 20 de noviembre de 2017

Los viajes de Alicia


                                                       


                          Los viajes de Alicia

     Al principio, cuando empecé a crecer, nadie le dio importancia. Mi madre decía que era normal después de unas fiebres dar el estirón, así que me bajó el vuelto de las faldas pero al poco tiempo tuvo que comprarme ropa nueva; pronto volvió a quedarme todo pequeño. El doctor dijo que era una muchacha demasiado alta para mi edad, por supuesto no creyó que hubiera crecido tanto en tan pocas semanas, creía que mi madre exageraba. En posteriores visitas y después de innumerables pruebas dictaminó gigantismo. 
     Mamá seguía pensando que era una chica esbelta sin el muy. Pasaba las hojas de las revistas de moda mojando el dedo índice, un gesto que nunca he soportado, daba pequeños golpecitos sobre las modelos diciendo: —¿Ves?, ¿las ves? ¡Son todas taaan elegantes! —y añadía ilusionada un ¡hija, imagínate recorriendo las pasarelas del mundo entero!
     —No me gusta nada viajar. 
     —¡Bah! Tonterías, solo tienes que ponerte derecha y aprender a dar un paso detrás de otro sin mover las caderas. 
     Se negó a que me hicieran más exámenes, como si inclinarme para no tropezar con los vanos de las puertas fuera normal. Cuando mi cabeza casi rozó el techo intentó apuntarme en algún equipo de baloncesto. 
     —Pero si yo no sé jugar. 
     —Ya aprenderás cielo. 
     Mis amigas me visitaban a menudo, después se espaciaron sus visitas hasta que dejaron de venir. Me sentía sola. 
     Mamá colocó espejos en mi cuarto seguro que con la misma generosa intención que para con su amado periquito solitario. El pobre se cortejaba a sí mismo, regurgitaba la comida en un intento vano de agasajar a su reflejo. Un día amaneció muerto en su jaula, el veterinario diagnosticó irritación del buche. 
     Yo seguía creciendo a velocidad vertiginosa, me dolían las articulaciones como si estuvieran tironeando de mí todo el rato. Pronto se vio que era imposible que la casa me contuviera, nos mudamos a la finca donde se hicieron obras para que me sintiera más a mis anchas. ampliaron los techos con claraboyas descapotables por si me apetecía estirarme y echar un vistazo fuera. Desde mi almena oteaba los pueblos vecinos, la ciudad donde vivíamos antes y un poquito del país de al lado cuando las nubes me dejaban verlo. Empezaba a disfrutar. 
     —Podrías hacerte meteoróloga y predecir el tiempo —insistía mi madre. 
     Ya no le contesto nunca, ahora sueño y viajo, viajo y sueño. 
     Cuando estoy arriba, en lo alto, por encima del mundo, se expande la bóveda del cielo, las galaxias, los infinitos caminos celestes. Rara vez aterrizo, ni siquiera cuando mi madre me grita desde abajo con las manos ahuecadas sobre su boca: —¡Eh nena, baja a merendar! 










sábado, 11 de noviembre de 2017

Encaje verde en la mirada





                       Encaje verde en la mirada




     Con la hiedra enredada en la sien desciende la destartalada escalera que baja a la playa, de sus ojos penden los verdes ensueños de su lejana infancia. Cuando intenta una frase se traban los recuerdos en la punta de su lengua, tropieza con los labios, burbujean un momento y luego se apagan de repente. 
     Se podía sentir, sin embargo, la magia en su mirada. Es una catarata, un torrente de agua, un velero en alta mar, una alondra, una niña jugando a la pata coja, cien globos elevándose en  el cielo. A veces es consciente de que tan solo estaba alucinando, pero se vuelve a olvidar enseguida y remonta el vuelo.
     La bruma desdibuja su perfil y el rumor del Atlántico apaga su quedo acento rizado de "lerenes", entona como una salmodia lo del cochecito lerén, me dijo anoche lerén, que si quería lerén, montar en coche lerén.
     Paseamos despacio por la orilla, los tobillos de la anciana se alivian del peso de los años. Saluda a un caballero que hace el gesto de quitarse el sombrero y ella responde con una amable sonrisa, coquetea un poco, ahueca su precioso pelo y roza la orquídea que adorna su vestido violeta. Es Chano el pescador, y su carruaje tirado por caballos, su barca. Le compro un cartucho de sardinas que ella confunde con un racimo de fragantes rosas.
     Me enfado con los chiquillos que nos siguen cuando uno de ellos  imita a la vieja. 
     —¡Andrés, te vas a enterar cómo se lo diga a tu madre!
     Después cedo mi turno a la enfermera de tarde que entra en la casa con un rebufo de vientos que barre los sueños dorados y mueve las hojas del libro abierto sobre la mesa, parece que una mariposa blanca abra un ala y luego la pliegue.Su saludo es tan profesional y aséptico que araña la casa; pluraliza el ¿cómo nos encontramos hoy?, y sin esperar respuesta coloca de nuevo enseguida las pequeñas cartulinas de colores que anuncian realidades: vaso tenedor plato. Repito otra  serie de tres:  mesa  silla libro. 
     Doña Esperanza arranca la pegatina amarilla en el mando de la tele que pone “mando”, y cambia decidida los canales a velocidad vertiginosa: Un nuevo atentando en... la Dirección General de Tráfico alerta sobre las lluvias que provocaron anoche... el gobierno intervino doscientos millones de... lava más blanco... el Tribunal Supremo rechaz... a solo 19,54 Euros gastos de envío incluíd... la jornada de liga se... 
     Me despido con un ligero hasta mañana doña Esperanza. 
     —¿Entonces mañana me llevarás al parque mamá?
     —Claro que sí —respondo.
     Sonríe, y yo con ella. Tiembla un encaje verde en su mirada.





domingo, 5 de noviembre de 2017

Parodia sobre un paraguas



                                                          
                                                         Por favor... leerlo con música




                       Parodia sobre un paraguas


   
   Si tuviera que definirme, diría de mí mismo que soy un objeto formado por una superficie cóncava e impermeable sujeta a una estructura de varillas dispuestas alrededor de un eje central; por el lado opuesto termino en un mango por donde suelen asirme. Mi objetivo primordial es impedir que quien me porte no se moje con la lluvia, un artilugio no del todo eficaz, porque tuve el gravísimo infortunio de ser regalado a una isleña de secano.
     En fin, como todo el mundo sabe, soy un paraguas.
     No sabe que hacer conmigo, es torpe, no me pliega con presteza cuando estamos dentro de un habitáculo, lo cual impide el paso por la puerta hecha para salir, o para entrar, no para atascarla.
     La isleña no está acostumbrada a llevar prendas de invierno y, además, es de naturaleza lenta comparada con los acelerados peninsulares; entre que se quita el abrigo, la bufanda, los guantes... ya todo el mundo se ha comido su ración de churros madrileños y el café se ha enfriado, entonces, en ayunas, vuelve a colocarse toda la ropa encima, y me abre, o me clava como si fuera una daga virtual en la espalda o el vientre de cualquier ciudadano tranquilo que se asusta al ver a una loca haciendo cabriolas, piruetas absurdas y desesperadas. Un pánico atroz se apodera de todos ellos que enseguida se apartan, y hacen bien.
     Podrían haberme regalado a cualquier otra persona acostumbrada a utilizarme con soltura, a veces incluso me usan de bastón, o de cayado, puedo ser un elemento útil, a la par que elegante. En la oscuridad soy un faro, un resguardo en la tormenta, una cúpula satinada, una guarida confortable.
   Cuando me busca en el fondo del rincón donde me relega, procuro hacerme pequeño, diminuto e invisible, pero dado mi tamaño termina por encontrarme y someterme de nuevo a los vaivenes de su inexperta mano.
   Ahora mismo intenta cerrarme, o abrirme, me agita como una posesa, hace trisss trasss, hasta que consigue romperme alguna varilla. Suspiro, un suspiro paragüil. 

  No pierdo la esperanza de que se olvide de mí en cualquier esquina, y de que alguien con carnet de conducir paraguas me maneje con un poco más de respeto.

Segunda versión de "Parodia sobre una paraguas", presentado para CAFÉ LITERAUTAS, como máximo 750 palabras. Palabras obligadas triángulo, amarillo y cuchara. Reto optativo entorno de lluvia.
Los compañeros de Café Literautas me han ayudado mucho a la corrección del texto, especialmente Estrella Amaranto, pepe e Isan. Graciassss.



               Parodia sobre un paraguas 
                      (Versión 2)

   Si tuviera que definirme, diría de mí mismo que soy un objeto formado por una superficie cóncava e impermeable sujeta a una estructura de varillas dispuestas alrededor de un eje central; por el lado opuesto termino en un mango por donde suelen asirme.
   En fin, como supongo que ya sabréis, soy un paraguas. 
   Mi objetivo primordial es procurar, que quien me porte, no se moje con la lluvia. Soy un ingenioso artilugio, no del todo eficaz, porque tuve el gravísimo infortunio de ser regalado a una isleña, para más inri, de secano. 
   Cuando paseamos, ella debajo y yo encima, la lluvia sobre ambos con el tumulto de su música líquida salpicando mi resbaladiza cubierta, más que caminar, chocamos con otros peatones. A pesar de mi llamativo color amarillo fluorescente, visible desde bien lejos, no tienen manera de evitarme. La atolondrada canaria continuamente se excusa con un ¡ay perdón! o un ¡usted disculpe! 
   No sabe que hacer conmigo: trastabilla, tropieza con un escalón, con el borde de la acera, o contra la carrocería de los coches aparcados. Es torpe, no me pliega con presteza cuando estamos dentro de un habitáculo, lo cual, además de atraer la mala suerte, impide el paso por la puerta hecha para salir, o para entrar; no para atascarla conmigo. Me sacude dentro dejándome en cualquier sitio con el peligro de que alguien pise el charco que deja mi húmeda huella y se rompa la crisma. Para que nadie resbale, algún empleado tiene que apresurarse a colocar la señal en forma de triángulo advirtiendo del peligro. 
   La isleña no está acostumbrada a llevar prendas de invierno y, además, es de naturaleza lenta comparada con los acelerados peninsulares. Entre que se quita el abrigo, la bufanda, los guantes..., ya el chocolate o el café con leche se ha enfriado y todo el mundo ha dado buena cuenta de la ración comunal de churros madrileños. Entonces, casi en ayunas, vuelve a colocarse toda la ropa encima, y me abre vertiendo el azucarero o tirando la cuchara de algún infeliz parroquiano. Ya en la calle, me clava como si fuera una daga virtual en la espalda o el vientre de cualquier ciudadano tranquilo que se asusta al ver a una loca haciendo cabriolas, piruetas absurdas y desesperadas. Un pánico atroz se apodera de todos ellos que enseguida se apartan, ¡y hacen bien!
   Podrían haberme regalado a cualquier otra persona acostumbrada a usarme con soltura. A veces, quienes me aprecian, me utilizan de bastón, o de cayado. Puedo ser un elemento útil a la par que elegante. En la oscuridad soy un faro, una guarida confortable, un resguardo en la tormenta, una cúpula satinada, el refugio de los besos.
   ¡Ojalá se decidiera por mis homólogos!, un impermeable o una gabardina la mar de eficaces contra la lluvia, pero nada, ¡que no hay manera! Dependiendo del tiempo, se empeña en tener una relación amorosa-esporádica conmigo. Una querencia a una sola banda que no comparto, pues le tengo verdadero pavor.
   Cuando me busca en el fondo del rincón donde me relega, por fortuna cae poca agua en su isla atlántica, procuro hacerme diminuto e invisible, pero dado mi descomunal tamaño termina por encontrarme y someterme de nuevo a los vaivenes de su inexperta mano. Entonces, mis telas satinadas tiemblan.
   Ahora mismo está intentando cerrarme, o abrirme, no sé lo que pretende, me agita como una posesa, hace trisss trasss, hasta conseguir romperme alguna varilla. Suspiro, un suspiro paragüil. Me armo de paciencia, quedo algo descompuesto y torcido con la vana ilusión de que se olvide de mí en cualquier esquina; con la vacua esperanza de que alguien con carnet de conducir paraguas me maneje con cierta cordura y con un poco más de respeto.